Carta a mi hijo
Debería salir en el siguiente Expectativas. Pero nunca se sabe...
Querido hijo:
Posiblemente, para cuando tengas edad de entender estas palabras yo seré para ti apenas un resabio del siglo XX, poco menos que un cavernícola que insistirá de manera reiterativa en que estudies, en que no te pases con la hora de llegada los fines de semana y que sólo vive para amargarte la existencia. Algo así pensaba yo de mi padre cuando tenía 15 años. Y no te faltará razón, en parte, la otra parte me la irás dando según vayas cumpliendo años. En mi descargo te diré que el fondo soy un hombre del siglo XX que vive cada día más atribulado por la velocidad de los cambios.
Cuando apenas ha comenzado a andar tu siglo, el XXI, el mundo es algo radicalmente distinto del que había en 1968, cuando yo nací. Seguramente no te suene de nada, pero eran los años de la Guerra Fría, un enfrentamiento a base de bravuconadas armamentísticas entre dos grandes bloques de países, liderados por sendas potencias nucleares, y separados por algo tan peligroso como la ideología. Aún en 1980 el mundo se parecía mucho al de mi nacimiento, los dos bloques seguían existiendo y a las armas se sumaron los boicots olímpicos. Por entonces, las profecías de Nostradamus se vendían como rosquillas, ya que en ellas se hablaba del enfrentamiento definitivo entre los rojos y los azules.
Sin embargo, durante la última década del siglo, el mundo sufrió una transformación radical, con la particularidad de no haber sido preciso para ello una gran confrontación armada. No obstante hubo algunas de pequeña intensidad, incluso en nuestra avanzada y pacífica Europa. A finales de esa década, uno de los bloques colapsó y se desmoronó, nacieron nuevos países del seno de la desmantelada URSS, los ciudadanos de Alemania del Este desmontaron con sus manos el muro de la vergüenza y China adoptó el lema de “un país, dos sistemas”, un eufemismo para ir avanzando hacia la economía de mercado.
Y no te digo nada de las transformaciones en el ámbito de la tecnología. Ahí los cambios han sido astronómicos. Cuando yo era niño las teles eran en blanco y negro y sólo se veía un canal. La llegada de la primera tele en color fue un acontecimiento entre los vecinos. Mi primer ordenador tenía 48 K de RAM y los programas se cargaban desde una cinta de cassette (si, ya sé que no sabes que es eso). Además, aunque no te lo puedas creer, no existía Internet. En pocos años, apenas 15, Intenet se nos metió en casa, se convirtió en banda ancha, y nos trajo una reconversión económica de profundísimo calado. Este moderno aleph nos permitió relocalizar (al principio decíamos deslocalizar) las actividades productivas de las empresas, nos posibilitó mover grandes cantidades de capital y de información en tiempo real y trastocó las relaciones laborales y empresariales, hasta el punto que las empresas de mayor capitalización bursátil lo eran en función del talento que eran capaces de aglutinar en su plantilla y no de los activos inventariables. Nunca antes en la historia de la humanidad el conocimiento y el talento habían sido tan valiosos. Con una particularidad, gracias a las telecomunicaciones el punto del planeta en el que ese conocimiento se encontrase era poco menos que irrelevante.
En los umbrales de tu siglo la economía mundial crecía más que nunca, China y la India comenzaban a despertar de su prolongado letargo de siglos impulsados por lo que se llamó globalización, y los precios de los combustibles subían sin descanso empujados por una demanda creciente sin que la inflación se resintiese de la forma que lo hizo en los años 70. Los países pobres financiaban el consumo de los ricos y las empresas ahorraban para permitir el gasto de unas familias que desahorraban. El mundo al revés…
Como ves, hijo, mi mundo se ha transformado en el tuyo, tan distinto, a una velocidad imposible de asumir sin estremecimiento. Fueron tiempos de vértigo, era como si la historia hubiera acelerado, o como si la rotación de la Tierra se completara en 20 horas.
Antes de que te preguntes el porqué de todo esto, querido hijo, te diré que, si te he educado bien, no hará falta que yo te responda. Mi herencia, tu formación especializada y cosmopolita, deberían ser suficientes para comprenderlo. En la frontera, y estos tiempos que vivimos cuando te escribo lo son en cierta medida, los que tienen éxito son los mejor preparados, y también los más flexibles.
Ya ves, Jorge, es posible que el mundo que te hemos dejado no sea de tu total agrado, pero del paso de mi generación por el mundo debe quedarte claro que los cambios son a veces imprevisibles y, a veces también, tan rápidos que no nos damos cuenta de que los estamos protagonizando hasta que alguien, muchos años después, cae en la cuenta. Tu futuro está en tus manos: si no te gusta, intenta cambiarlo.
Querido hijo:
Posiblemente, para cuando tengas edad de entender estas palabras yo seré para ti apenas un resabio del siglo XX, poco menos que un cavernícola que insistirá de manera reiterativa en que estudies, en que no te pases con la hora de llegada los fines de semana y que sólo vive para amargarte la existencia. Algo así pensaba yo de mi padre cuando tenía 15 años. Y no te faltará razón, en parte, la otra parte me la irás dando según vayas cumpliendo años. En mi descargo te diré que el fondo soy un hombre del siglo XX que vive cada día más atribulado por la velocidad de los cambios.
Cuando apenas ha comenzado a andar tu siglo, el XXI, el mundo es algo radicalmente distinto del que había en 1968, cuando yo nací. Seguramente no te suene de nada, pero eran los años de la Guerra Fría, un enfrentamiento a base de bravuconadas armamentísticas entre dos grandes bloques de países, liderados por sendas potencias nucleares, y separados por algo tan peligroso como la ideología. Aún en 1980 el mundo se parecía mucho al de mi nacimiento, los dos bloques seguían existiendo y a las armas se sumaron los boicots olímpicos. Por entonces, las profecías de Nostradamus se vendían como rosquillas, ya que en ellas se hablaba del enfrentamiento definitivo entre los rojos y los azules.
Sin embargo, durante la última década del siglo, el mundo sufrió una transformación radical, con la particularidad de no haber sido preciso para ello una gran confrontación armada. No obstante hubo algunas de pequeña intensidad, incluso en nuestra avanzada y pacífica Europa. A finales de esa década, uno de los bloques colapsó y se desmoronó, nacieron nuevos países del seno de la desmantelada URSS, los ciudadanos de Alemania del Este desmontaron con sus manos el muro de la vergüenza y China adoptó el lema de “un país, dos sistemas”, un eufemismo para ir avanzando hacia la economía de mercado.
Y no te digo nada de las transformaciones en el ámbito de la tecnología. Ahí los cambios han sido astronómicos. Cuando yo era niño las teles eran en blanco y negro y sólo se veía un canal. La llegada de la primera tele en color fue un acontecimiento entre los vecinos. Mi primer ordenador tenía 48 K de RAM y los programas se cargaban desde una cinta de cassette (si, ya sé que no sabes que es eso). Además, aunque no te lo puedas creer, no existía Internet. En pocos años, apenas 15, Intenet se nos metió en casa, se convirtió en banda ancha, y nos trajo una reconversión económica de profundísimo calado. Este moderno aleph nos permitió relocalizar (al principio decíamos deslocalizar) las actividades productivas de las empresas, nos posibilitó mover grandes cantidades de capital y de información en tiempo real y trastocó las relaciones laborales y empresariales, hasta el punto que las empresas de mayor capitalización bursátil lo eran en función del talento que eran capaces de aglutinar en su plantilla y no de los activos inventariables. Nunca antes en la historia de la humanidad el conocimiento y el talento habían sido tan valiosos. Con una particularidad, gracias a las telecomunicaciones el punto del planeta en el que ese conocimiento se encontrase era poco menos que irrelevante.
En los umbrales de tu siglo la economía mundial crecía más que nunca, China y la India comenzaban a despertar de su prolongado letargo de siglos impulsados por lo que se llamó globalización, y los precios de los combustibles subían sin descanso empujados por una demanda creciente sin que la inflación se resintiese de la forma que lo hizo en los años 70. Los países pobres financiaban el consumo de los ricos y las empresas ahorraban para permitir el gasto de unas familias que desahorraban. El mundo al revés…
Como ves, hijo, mi mundo se ha transformado en el tuyo, tan distinto, a una velocidad imposible de asumir sin estremecimiento. Fueron tiempos de vértigo, era como si la historia hubiera acelerado, o como si la rotación de la Tierra se completara en 20 horas.
Antes de que te preguntes el porqué de todo esto, querido hijo, te diré que, si te he educado bien, no hará falta que yo te responda. Mi herencia, tu formación especializada y cosmopolita, deberían ser suficientes para comprenderlo. En la frontera, y estos tiempos que vivimos cuando te escribo lo son en cierta medida, los que tienen éxito son los mejor preparados, y también los más flexibles.
Ya ves, Jorge, es posible que el mundo que te hemos dejado no sea de tu total agrado, pero del paso de mi generación por el mundo debe quedarte claro que los cambios son a veces imprevisibles y, a veces también, tan rápidos que no nos damos cuenta de que los estamos protagonizando hasta que alguien, muchos años después, cae en la cuenta. Tu futuro está en tus manos: si no te gusta, intenta cambiarlo.
¡Felicidades por el post, me super encantó, creo que cualquier persona que lo lea se beneficia y es una carta fabulosa! Un saludo.
ResponderEliminar