Perdiendo la virginidad, varias veces
Acabo de estar de vacaciones, así que ésta no será una entrada al uso, al menos así lo espero. A lo largo de las dos semanas que he permanecido casi desconectado de la realidad y de la red, el mundo, como no podía ser de otra forma, ha seguido moviéndose (ya lo predijo Galileo). En este tiempo España ha ganado su primer mundial de fútbol, momento que pude vivir envuelto en una algarabía –pero qué bien suena esta palabra–, de personas, gritos y sudor en la carpa que al efecto montaron en Almería. Los que me conocen saben que no soy futbolero, y que en el fondo me da lo mismo quién gane la liga, pero este suceso trasciende lo meramente deportivo. Me explico. Yo, que nací en las postrimerías de 1968, crecí bajo dos grandes losas: la amenaza del paro y la droga, por un lado, y el sentimiento de pertenecer a una generación anodina. Nosotros no habíamos vivido ninguna guerra, ni una posguerra, y no hicimos una transición que pudiera servirnos de amalgama, de recuerdo común. A lo sumo, éramos