El homo sapiens tecnologicus
A los economistas siempre nos ha gustado creer que la economía tiene mucho que ver con las ciencias llamadas puras, o exactas. En el fondo, es muy tranquilizador que los sucesos puedan predecirse, como que a nivel del mar el agua hierve a 100º C. También es muy sensato pensar que las tendencias registradas en el pasado nos puedan servir para predecir el futuro o, más exactamente, para poder influir sobre ese futuro.
Sin embargo, de vez en cuando, se nos viene encima un acontecimiento tan enorme como la presente crisis financiera internacional, y entonces nos encontramos como esos niños que son felices con su chupa-chup en la boca justo hasta darse cuenta de que en el palo ya no queda ningún caramelo. Por mucho que insistamos en decir que algunos economistas lo vimos venir, la verdad es que casi nadie acertó ni en el cómo ni, sobre todo, en el cuánto.
Tiendo a pensar que el problema real de la economía es que trata de explicar el comportamiento humano dentro de los estrechos márgenes de las relaciones económicas, obviando nuestros sistemas de creencias, nuestras inclinaciones naturales y nuestra propia fisiología. Nos empeñamos en imaginar un comportamiento lineal, sin darnos cuenta que al mismo tiempo ensalzamos la importancia del capital humano y de la creatividad. Precisamente porque somos tan creativos es que no hay dos crisis iguales, y por lo que nos cuesta tanto verlas venir (bueno, por eso y por la propia naturaleza del sistema de mercado).
Un claro ejemplo de lo que menciono es la invención del homo economicus, el sujeto que funciona siempre en términos de racionalidad económica, que valora costes e ingresos, reales y potenciales, y luego decide en consecuencia. ¿Dónde está esa persona? Nuestro lado animal, nuestro sistema límbico, nos hace tomar decisiones poco inteligentes desde el punto de vista económico constantemente y que, sin embargo, nos satisfacen y hasta nos enorgullecen. La propia constatación de este comportamiento impulsivo, que es más norma que excepción, nos debería haber llevado a eliminar esta referencia en los libros de texto. En lugar de ello, la mantenemos y avisamos a vuela pluma que, aunque no se ajusta a la realidad, nos sirve para explicar gran parte del comportamiento de los consumidores.
En los últimos tiempos, (más o menos desde que nos independizamos de la energía solar) hemos comenzado a pensar en nuestra especie como en la única capaz de aumentar sus niveles de bienestar de forma indefinida, obviando la limitación ecológica de la capacidad de carga del medio. A veces la mencionamos, pero siempre de forma pasajera, y acallamos nuestra conciencia (si es que la tenemos) con aquello del desarrollo sostenible, más una marca blanca que una realidad. Cuando ni siquiera tenemos conciencia, llamamos malthusianos a los otros y les espetamos que Malthus nunca tuvo razón –cuando la realidad y la historia nos enseñan que la tuvo siempre, hasta que con la emancipación energética ampliamos nuestra capacidad de explotación de los recursos naturales hacia el pasado (que es de dónde provienen las energías fósiles)–. Posiblemente, Malthus no lo sabía, pero la limitación para producir alimentos de forma indefinida había puesto en situación de crisis a numerosas civilizaciones a lo largo de la historia, incluso pudo provocar el colapso de más de una.
Los que no tenemos conciencia hemos comenzado a forjar un nuevo mito que sustituya al homo economicus, un falso ídolo digno de credibilidad. Ahora toca adorar al homo sapiens tecnologicus: el hombre que expande sus capacidades más allá de sus sentidos gracias a la tecnología. La tecnología nos permite modificar las variables del entorno a nuestro antojo y abre un vasto campo para la creatividad humana. Hay, para que negarlo, un atractivo intrínseco en este nuevo personaje. Nos evita pensar en el futuro, porque el futuro puede ser reparado y transformado en algo agradable gracias a la propia tecnología. El avance tecnológico está llamado a ser la solución de nuestros problemas energéticos; también podrá fin a los sufrimientos materiales de los humanos, y nos permitirá proezas sobrehumanas a la vuelta de la esquina. La tecnología, en fin, será la gran redentora de todos nuestros pecados: pasados, presentes y futuros.
Como en las revistas del 1900 imaginamos un futuro mejor, siempre mejor, en el que los hombres y mujeres trabajen menos y vivan más a gusto y felices. Nuestro nuevo mundo tecnológico es la solución a todos nuestros problemas. Da igual que la magnitud de algunos de esos problemas sea hoy tan colosal que difícilmente podamos hacer algo para cambiarlo; da igual que la 2ª ley de la termodinámica asevere la deriva entrópica de cualquier sistema. Es lo mismo, siempre habrá ingenio e ingenieros capaces de salvar cualquier situación con un invento o con dos...
Estamos dejando el futuro en manos de un sueño muy bello, pero tremendamente tenue e improbable. Y, mientras, el tiempo sigue transcurriendo y arrancando hojas del calendario de nuestra especie. El sueño nos impide reaccionar, porque es demasiado fuerte y demasiado bello. Incluso, cuando nos ponemos catastrofistas, tenemos en el fondo de nuestro corazón la esperanza de ser salvados. Véase si no la película Wall•e. Una fábula apocalíptica en la que la tecnología es parte del problema pero, también, la clave a través de la cual nos llega la salvación.
Sin embargo, de vez en cuando, se nos viene encima un acontecimiento tan enorme como la presente crisis financiera internacional, y entonces nos encontramos como esos niños que son felices con su chupa-chup en la boca justo hasta darse cuenta de que en el palo ya no queda ningún caramelo. Por mucho que insistamos en decir que algunos economistas lo vimos venir, la verdad es que casi nadie acertó ni en el cómo ni, sobre todo, en el cuánto.
Tiendo a pensar que el problema real de la economía es que trata de explicar el comportamiento humano dentro de los estrechos márgenes de las relaciones económicas, obviando nuestros sistemas de creencias, nuestras inclinaciones naturales y nuestra propia fisiología. Nos empeñamos en imaginar un comportamiento lineal, sin darnos cuenta que al mismo tiempo ensalzamos la importancia del capital humano y de la creatividad. Precisamente porque somos tan creativos es que no hay dos crisis iguales, y por lo que nos cuesta tanto verlas venir (bueno, por eso y por la propia naturaleza del sistema de mercado).
Un claro ejemplo de lo que menciono es la invención del homo economicus, el sujeto que funciona siempre en términos de racionalidad económica, que valora costes e ingresos, reales y potenciales, y luego decide en consecuencia. ¿Dónde está esa persona? Nuestro lado animal, nuestro sistema límbico, nos hace tomar decisiones poco inteligentes desde el punto de vista económico constantemente y que, sin embargo, nos satisfacen y hasta nos enorgullecen. La propia constatación de este comportamiento impulsivo, que es más norma que excepción, nos debería haber llevado a eliminar esta referencia en los libros de texto. En lugar de ello, la mantenemos y avisamos a vuela pluma que, aunque no se ajusta a la realidad, nos sirve para explicar gran parte del comportamiento de los consumidores.
En los últimos tiempos, (más o menos desde que nos independizamos de la energía solar) hemos comenzado a pensar en nuestra especie como en la única capaz de aumentar sus niveles de bienestar de forma indefinida, obviando la limitación ecológica de la capacidad de carga del medio. A veces la mencionamos, pero siempre de forma pasajera, y acallamos nuestra conciencia (si es que la tenemos) con aquello del desarrollo sostenible, más una marca blanca que una realidad. Cuando ni siquiera tenemos conciencia, llamamos malthusianos a los otros y les espetamos que Malthus nunca tuvo razón –cuando la realidad y la historia nos enseñan que la tuvo siempre, hasta que con la emancipación energética ampliamos nuestra capacidad de explotación de los recursos naturales hacia el pasado (que es de dónde provienen las energías fósiles)–. Posiblemente, Malthus no lo sabía, pero la limitación para producir alimentos de forma indefinida había puesto en situación de crisis a numerosas civilizaciones a lo largo de la historia, incluso pudo provocar el colapso de más de una.
Los que no tenemos conciencia hemos comenzado a forjar un nuevo mito que sustituya al homo economicus, un falso ídolo digno de credibilidad. Ahora toca adorar al homo sapiens tecnologicus: el hombre que expande sus capacidades más allá de sus sentidos gracias a la tecnología. La tecnología nos permite modificar las variables del entorno a nuestro antojo y abre un vasto campo para la creatividad humana. Hay, para que negarlo, un atractivo intrínseco en este nuevo personaje. Nos evita pensar en el futuro, porque el futuro puede ser reparado y transformado en algo agradable gracias a la propia tecnología. El avance tecnológico está llamado a ser la solución de nuestros problemas energéticos; también podrá fin a los sufrimientos materiales de los humanos, y nos permitirá proezas sobrehumanas a la vuelta de la esquina. La tecnología, en fin, será la gran redentora de todos nuestros pecados: pasados, presentes y futuros.
Como en las revistas del 1900 imaginamos un futuro mejor, siempre mejor, en el que los hombres y mujeres trabajen menos y vivan más a gusto y felices. Nuestro nuevo mundo tecnológico es la solución a todos nuestros problemas. Da igual que la magnitud de algunos de esos problemas sea hoy tan colosal que difícilmente podamos hacer algo para cambiarlo; da igual que la 2ª ley de la termodinámica asevere la deriva entrópica de cualquier sistema. Es lo mismo, siempre habrá ingenio e ingenieros capaces de salvar cualquier situación con un invento o con dos...
Estamos dejando el futuro en manos de un sueño muy bello, pero tremendamente tenue e improbable. Y, mientras, el tiempo sigue transcurriendo y arrancando hojas del calendario de nuestra especie. El sueño nos impide reaccionar, porque es demasiado fuerte y demasiado bello. Incluso, cuando nos ponemos catastrofistas, tenemos en el fondo de nuestro corazón la esperanza de ser salvados. Véase si no la película Wall•e. Una fábula apocalíptica en la que la tecnología es parte del problema pero, también, la clave a través de la cual nos llega la salvación.
Buf... David, después de leerte no sé si cortarme las venas o dejarmelas largas...
ResponderEliminarIlustrador, como siempre. Y real, me temo.
Déjatelas largas, que han de servir todavía para arrimar el hombro y contribuir a enmendar esto.
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