Sospechosos habituales

Hoy Alemania nos ha sorprendido dos veces más, la primera diciendo que el origen de la contaminación por e. Coli estaba en un invernadero de producción de brotes de soja, y luego, confirmando que se han equivocado. Otra vez. Y es que parece que el estereotipo de la exactitud y seriedad germanas no se corresponde con la realidad. Pueden llegar a ser tan chapuzas y penosos como cualquiera de los demás socios europeos.
Hoy también, leyendo la memoria de estancia de una becaria francesa, me ha sorprendido la naturalidad con la que menciona que siempre estamos de fiesta, que no hay fiesta sin flamenco y que el núcleo central de nuestra gastronomía es el arroz. Un estereotipo detrás de otro…
Así que es evidente que si nos basamos en esas categorías que todos conocemos, estaremos dando pasos siempre en la dirección incorrecta, porque por cada suceso que confirma el tópico, hay mil que lo superan, o directamente lo contradicen.
Esta introducción viene a cuento de una idea que me está rondando la cabeza desde que arrancó la crisis de los pepinos. Desde el primer momento en el que leí la noticia de una intoxicación alimentaria en Alemania pensé que acabaría afectando a los productores de Almería. Y no es que yo sea especialmente bueno haciendo predicciones, es que había una enorme probabilidad de que siendo el origen las hortalizas (como dijeron desde el primer momento), alguien sacara a colación más pronto que tarde a Almería. Y esto es así porque, para nuestra desgracia, el tópico describe a la agricultura almeriense como una agricultura “artificial”, muy industrializada, siempre a la vanguardia de los tratamientos químicos y produciendo hortalizas sin sabor (incluso entre los expertos). Por eso siempre estamos entre los sospechosos habituales de cualquier intoxicación alimentaria, desde la colza en los 80 hasta ésta última de los pepinos.
No se trata de hacer un compendio de las múltiples razones, las cuales desconozco, pero sí al menos, me propongo señalar algunas cuestiones que podrían tener que ver con ello desde mi modesto punto de vista.
La primera es obvia, hemos sido culpables otras veces. En los 80 nos paraban los camiones en las fronteras por los plazos de seguridad de los fitosanitarios; pero es que hace un par de años, nuestros pimientos hacían sonar las alarmas por residuos de productos prohibidos. Durante décadas hemos menospreciado el daño que unos pocos agricultores irresponsables, o simplemente desesperados, estaban infringiendo a nuestra agricultura. El incumplimiento de uno solo de ellos, cuando se descubre en los análisis, es un enorme tachón en la reputación de todo el sector. La trazabilidad, tan asimétrica ella (todo en el lado del agricultor, nada en el lado de los distribuidores y minoristas), sirve para identificar, pero no parece que sirva para ejemplificar. Hace años, en clase de marketing, nos explicaban que un consumidor satisfecho lo comunicaba solo a otra persona de media, mientras que uno enfadado o contrariado despotricaba del producto o marca delante de no menos de 10 personas. Corolario: la mala imagen es mucho más sencilla de lograr que la buena. Y la mala imagen siempre sale cara.
La segunda razón es posible que también tengamos que mirárnosla. Cuando un agricultor hace un tratamiento a su cultivo, normalmente dice que ha echado los venenos. Cuando realiza una suelta de fauna auxiliar, comenta que ha soltado los bichos. Los economistas hablamos de agricultura intensiva (que tiene una connotación industrial) en lugar de agricultura protegida. Nuestra jerga, escuchada por terceros, es una auténtica bomba de racimo. Ayuda a sembrar el tópico de una agricultura poco natural: como si nuestros productos fueran el resultado de la mezcla de semillas híbridas y venenos en una fábrica (añadan la chimenea en su imaginación), nada que ver con ese proceso orgánico y natural que es la agricultura.
Evidentemente, parte del estereotipo no es únicamente almeriense: ya se sabe que los del sur somos pícaros (cuánto nos enorgullecemos de nuestros Rinconetes y Cortadillos), vagos y, en general, gente frívola y de poco fiar. Por eso buscamos atajos para no trabajar, o para incumplir las normas. El tiempo lo gastamos en fiestas y borracheras… Es probable que sea imposible separar el flamenco de Andalucía o de España (bueno, en Andalucía lo hemos incluido en nuestro Estatuto de Autonomía como elemento diferenciador), que la gitana vestida de faralaes o el torito con banderillas sigan siendo los best selleres de las tiendas de suvenires, pero desde Almería debemos tomarnos en serio la imagen de nuestra agricultura.
El daño de la actual crisis, por desgracia, no se circunscribirá a este final de campaña, sino que durante muchos meses seguirá pesando en las decisiones de compra de los consumidores europeos, sembrando de dudas nuestros productos, disminuyendo su demanda de forma sutil, o disminuyendo la disposición a pagar por los mismos. El sector debe actuar unido y de forma inequívoca en este terreno, afeando o señalando a los incumplidores. Asimismo, debe exigir (en esto es increíble que el Gobierno español no haya ya puesto sobre la mesa el tema) la extensión de la trazabilidad hasta el consumidor, para que de esta forma, la próxima vez, sea mucho más sencillo y rápido dar con el origen de la infección para poder atajarla de inmediato, ya sea en Alemania, Holanda, Reino Unido o en la propia España.
Alemania, en esta ocasión, ha pecado de chapucera, inexacta y ha querido echar balones fuera. Pero en lugar de echar el balón a Holanda o a Marruecos, lo ha tirado contra nosotros, porque somos esos a los que siempre ponen en la rueda de reconocimiento, esos en los que en las comisarías llaman los sospechosos habituales.

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