De olas y rocas. Recuerdo
Arranque para el capítulo de un libro sobre el 25 aniversario del Parque Natural Cabo de Gata-Níjar. Un lugar mágico que esconde el rincón más bello y místico del mundo (al menos para mi, que soy miope y ateo). Os pongo una primera versión sin corregir, tal y como ha sido parida. Cambiará.
Observar el mar desde el
Mirador de las Sirenas. Un punto de referencia para visitantes y propios, una
experiencia siempre distinta. Prefiero los días de viento, en los que las olas
visten de espuma las rocas y el tímido Mediterráneo enseña las uñas. Entonces
la imaginación vuela, se traslada sobre las crestas de esas olas varios siglos
atrás y rememora, tejiendo sueños con el poso de lecturas olvidadas y los
recuerdos improbables de vidas pasadas, los viajes de sus primeros marineros. Unos comerciantes del Oriente que
se lanzaron a este mar y lo convirtieron en el centro de nuestra civilización.
En esos días el mar es más verdoso, abandona por unas horas el azul brillante y
plácido de los veranos, y contribuye con su voracidad al modelado eterno del
paisaje.
El paisaje: árido, duro,
moldeado a golpe de mano por el hombre. Allí donde los recursos son escasos, la
imaginación se pone a prueba. No es cierto que la civilización no pueda existir
dónde no hay invierno. La civilización precisa de ingenio para sostenerse, y
éste florece ante la adversidad. Se muscula cuando la vida está en juego,
cuando la necesidad aprieta, cuando los problemas parecen insalvables. La
búsqueda de soluciones para el mantenimiento de la ocupación territorial ha
dado forma a la naturaleza. En el Cabo de Gata-Níjar no se entiende el paisaje
sin la historia natural, pero tampoco sin la historia humana.
De la costa al interior,
el viaje por el parque es el viaje por el esfuerzo de sus gentes para adaptarse
al exigente presente de cada instante. En las playas, las torres de vigilancia
y los castillos nos hablan de momentos menos seguros, momentos en los que el
Mediterráneo era un campo de batalla y en ambas orillas se producían
escaramuzas entre dos visiones del mundo. Las rampas, más modernas, cuentan
historias de pescadores que se aventuraban más allá de los arrecifes para echar
sus redes. Incluso, el puerto de San José y las viviendas que se multiplican en
los núcleos habitados son el reflejo de las presiones entre la sostenibilidad y
el desarrollo del turismo, el nuevo maná que hace brotar los euros.
Montañas de sal se orean
en paralelo al camino, a espaldas de cientos de bañistas que se tuestan en la
orilla. El mar se doma, se hace lago y es asesinado para obtener su alma. A
nadie le importa, sólo algunos recuerdan el valor de la sal. Las aves, turistas
del aire entre dos mundos, encuentran en las aguas domesticadas de las Salinas
Rodalquilar, en el
corazón del alma volcánica, también fue centro del maná, del maná dorado y
valioso del oro, el metal precioso que conmueve el alma humana. El hombre
horadó la tierra, arrancando terrones en busca de las briznas valiosas,
creyendo haber vencido en la eterna guerra de obtener algo valioso de este territorio.
Pero los sudores de los mineros no fueron suficiente pago para Vulcano, que
finalmente se mostró rácano con las ilusiones de los mortales. Hoy, las estructuras
silentes de la mina observan cómo se desarrolla a sus pies una nueva plegaria
por la abundancia: vivir del paisaje. Amén.
Tierra adentro, donde
los cortijos se tiñen de sangre un día de boda, el hombre vuelve a ser tenaz
protagonista. Toneladas de piedras, de tierra y de esfuerzo dieron forma a una
sorprendente colección de aterrazamientos que domaron las pendientes creando
escaleras de titanes para sembrarlas con granos de esperanza y trigo. El empeño
otra vez era primario, había que comer. En esta ocasión se trataba de
recomponer lo que la naturaleza había erosionado. Había que mantener la fertilidad
del suelo, sujetando el propio suelo. Y para ello había que fabricar muros de
mampostería, auténticos puzles de piedras, argamasa y anhelos. El fruto de
estos escalones de pan se transmutaba en harina merced a los molinos que
jalonan el territorio. Máquinas antiguas, engranajes circulares que cazaban el
viento –otra vez el viento– y lo transformaban en alimento, casi siempre
escaso, siempre demasiado caro en sangre.
Luego, molinos y
terrazas se convierten en estructuras de paredes transparentes. La tierra de
nuevo artificial, al abrigo de los plásticos ondulantes, oculta su tesoro verde, rojo y amarillo. Ha sido el ingenio, convertido en tecnología, el nuevo motor de este
renacer. La tierra ha resucitado para el hombre y obtiene al fin frutos que
sacian el hambre y no la dejan a medias. El oro se ha hecho carne y ahora se
llama tomate.
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