La estrategia del escorpión
Me había prometido a mí mismo no escribir nada más sobre Cataluña, pero me resulta imposible quedarme callado. Como observador de la realidad económica y social pensaba que después de la crisis tan brutal que hemos atravesado ya no me quedaban sucesos extraordinarios por vivir. Qué equivocado estaba, otra vez.
La primera cuestión que me quiero plantear es cuál es el origen del conflicto. Los separatistas (no diré catalanes, porque los hay que no son separatistas, y en el resto de España hay separatistas no catalanes), arguyen que el origen se encuentra en la humillación sufrida con el Estatut por parte del Tribunal Constitucional. A esa afrenta original le han ido sumando otras alrededor para terminar de dar forma a un conjunto de causas cuya única solución es la separación del resto de España. Ahí entraría el “España nos roba”, el relato de una España neofranquista y opresora que quiere cercenar la libertad de los catalanes y su democracia. En resumen, la única posibilidad de alcanzar la perfección a la que están predestinados es librarse de la rémora española; el pequeño David debe enfrentarse de nuevo al terrible Goliat armado con una simple honda (arma que en manos expertas podía matar a distancia, dicho sea de paso).
En esta deriva del relato victimista, pero que aspira a ser heroico, han sido muchas las ayudas que se han propiciado desde el Gobierno central, siendo la más destacada las cargas de la policía el día 1 de octubre. El Ministerio del Interior favoreció con su torpeza que al relato le creciera el brazo trágico de la violencia desatada contra ancianos y niños. Un gesto absurdo cuando el referendum había sido completamente desarmado. Una violencia innecesaria que ha hecho florecer aún más las emociones. Y si el partido se juega en el terreno de las emociones, las apelaciones a la razón no sirven de nada.
Por otro lado, imagino que en Madrid no creyeron nunca que el conflicto llegara a alcanzar esta magnitud. Al fin y al cabo, los que estaban a la cabeza del Govern eran los que les habían ayudado a obtener mayorías parlamentarias en otras ocasiones. Imagino que pensaron que aquello que crecía con cada diada no era más que una estrategia de Barcelona para conseguir algún beneficio extra para la autonomía. Solo así se explica que la estrategia desde el inicio haya sido la confrontación, en lugar de, por ejemplo, iniciar un proceso de revisión constitucional abierto a todos los territorios y partidos que hubiera eliminado el argumento del rechazo continuo de Madrid.
Lo cierto es que en los alrededores del PP no andaban descaminados, ya que el propio Mas ha afirmado que les ofreció un pacto fiscal antes de iniciar la deriva independentista. Mi tesis es que el Govern (o al menos una parte importante de él) nunca quiso la independencia, sabedores de los costes que esta tendría; ellos estaban haciendo lo de siempre en Madrid, amagar y forzar un acuerdo aprovechando la debilidad sistémica de los gobiernos en minoría. Si hemos llegado a este punto es porque ni unos ni otros fueron capaces de leer correctamente lo que estaba sucediendo en la sociedad.
Y lo que estaba ocurriendo, no lo olvidemos, era la mayor crisis económica de España desde la transición. El paro se disparó y los gobiernos autonómicos y central se vieron obligados por Bruselas y los socios más estrictos de la UE a recortar su gasto para equilibrar los presupuestos públicos. El euro y la estabilidad de la Eurozona estaban en juego. Podremos discutir con el tiempo si la estrategia fue acertada o no, pero es evidente que no fue solo de España, aunque es posible que aquí fuéramos uno de los países en los que la austeridad se pareció más a un austericidio. Como telón de fondo de nuestra propia crisis, se producía otra de carácter financiero y global y, casi más importante, se aceleraban las transformaciones profundas que globalización y tecnología estaban generando en la economía mundial.
Mientras que en Europa y España (y Cataluña) las clases medias recibían el tremendo impacto de estas fuerzas superpuestas, el otros lugares emergían (y emergen) nuevas clases medias, ávidas de alcanzar los ratios de bienestar de los países más desarrollados. Esas clases medias que empeoraban sus expectativas comenzaron a destilar grandes dosis de resentimiento al ver decaer sus expectativas de futuro. Como bien señala Antón Costas, las sociedades son flexibles, pero hasta cierto punto, llegado el cual pueden romperse.
Y eso es lo que está sucediendo, las sociedades occidentales hemos acumulado mucho malestar. Un malestar que se refleja de formas diversas: en EEUU con un presidente que es casi una caricatura; en Gran Bretaña con un Brexit que les debilitará; en toda Europa con los ascensos de los partidos de extrema derecha y extrema izquierda; y en Cataluña, alimentando las bases del independentismo.
La venta que se ha hecho de la República Catalana es casi un anuncio de IKEA. Cuando no exista el déficit fiscal con el resto de España tendrán más dinero para sus escuelas, sus infraestructuras y sus pensiones. Es decir, serán más ricos y más felices. En el fondo, el mensaje es tan infantil que incluso asusta. Porque su riqueza depende de una ceteris paribus demasiado grande: pertenencia a la UE, permanencia en el euro, separación amistosa del resto de España, ... Olvidan que en la UE hay otras regiones que podrían iniciar sus procesos de emancipación si lo de Cataluña resultara ser un viaje de placer, y ninguno desea que eso suceda. Olvidan que hay movimientos de reacción, y que el resto de España no va a permanecer indolente viendo cómo ellos se van por la puerta de atrás dejando al resto un fregado que hemos creado entre todos. También olvidan que el grado de integración de la economía catalana es tan grande con respecto al resto de España que una ruptura tendría efectos demoledores a corto plazo: escasez y encarecimiento de las materias primas y pérdida de mercados de consumo (las bases de su bienestar económico, junto con el espíritu emprendedor y el capital de su clase empresarial). Y, por último, olvidan que el pueblo catalán es tan diverso como el español y que no hay una mayoría suficiente para hacer saltar por los aires el acuerdo del 78.
Así que mientras que la Generalitat jugaba su tradicional partida de póker con Madrid, en las calles los movimientos independentistas convertían la frustración en adeptos. Al fin y al cabo, ¿quién no desea una vida mejor para los suyos? No creo que haya sido el adoctrinamiento en las escuelas, ni la manipulación informativa de los medios separatistas (en esta guerra, los medios de uno y otro lado han abusado de las medias verdades y las mentiras con profusión). Sirvan como ejemplo los gráficos que adjunto: en el primero se puede ver que el apoyo a la independencia entre los ciudadanos procedentes de la vieja escuela (nuestro grupo de control, por tanto) crece en paralelo con los más jóvenes, formados ya en las escuelas autonómicas –aunque también es verdad que en el rango más joven hay un mayor porcentaje de independentistas en todos los años, por lo que la hipótesis no se puede descartar por entero–. Sin embargo, en el segundo se puede ver cómo hay un gran paralelismo entre la tasa de paro y el apoyo a las tesis separatistas. Por tanto, me inclino a pensar que es un producto más de la crisis y que ha actuado como válvula de escape para una parte creciente de la sociedad.
Mientras que el fenómeno servía para activar la estrategia de los convergentes, no se dudó en azuzar el movimiento. La partida se convirtió en un juego del gallina en el que Barcelona y Madrid aceleraban uno contra otro esperando que fuera el contrario el que se apartara de la vía. Durante esta fase el protagonismo del relato lo tenían los separatistas y el gobierno del Estado iba siempre dos o tres pasos por detrás (o esa impresión daba). Pero también sucedía que los que habían sido útiles herramientas de movilización se habían convertido en un verdadero poder, un poder que sí que quería la independencia, que se creía de verdad el discurso y que era capaz de movilizar a la calle. Los que el PdCAT creía sus escuderos de pronto se convirtieron en generales y ellos perdieron el control del proceso. A base de movilizar y evangelizar, poderes paralelos surgidos de la sociedad civil (de un lado de la sociedad civil), se convirtieron en una especie de institucionalidad de facto a cuyas decisiones y estrategias quedaba supeditada la Generalitat. En un momento dado parecía que solo les restaba dar el paso definitivo. Todos los independentistas esperaban que Puigdemont y el Parlament declararan la independencia después del 1-O. El plan preconcebido por la institucionalidad paralela apostaba por la política de hechos consumados, provocando una crisis en el Estado que amenazara con arrastrar a la UE y que no quedara más remedio que tragar con la independencia catalana para no arriesgar una pieza mayor. Sin embargo minusvaloraron lo que Mervyn King denomina incertidumbre radical. En un momento determinado, las empresas más importantes comenzaron a cambiar sus sedes, desencadenando el desconcierto en las filas secesionistas, que habían precisamente predicho lo contrario. Y en la batalla de la calle de pronto apareció una parte de la sociedad que hasta ese momento no había respirado, o no con la suficiente energía. Creo que ahí radica la paradiña de Puigdemont en el Parlament. De un lado, las bases de su propio partido estaban divididas y una parte relevante del empresariado directamente en contra. Al mismo tiempo, en el frente exterior, los apoyos principales se alineaban con el Gobierno central y se deshacía como un azucarillo la pretensión de permanecer en la UE o la de entrar en el EEE a través de la EFTA.
Esa comparecencia de Puigdemont fue un punto de inflexión. Desde ese momento el tempo cambió y fue Rajoy el impasible el que pasó a marcar el ritmo de la confrontación. Primero con la petición de aclaración al president exigiendo una respuesta binaria, sí o no. Puigdemont se encontraba entre la espada y la pared. Si decía que sí, se enfrentaba al 155 y a la posible rebelión de una parte significativa de los suyos. Pero si decía que no, se convertía en un traidor para ese movimiento social altamente movilizado. Hizo de Rajoy y respondió a la gallega.
Mientras, en Madrid, alcanzaban su mayor victoria los independentistas, el PSOE lograba arrancar del PP la apertura de una vía para reformar la Constitución. La única forma legal posible de lograr un referendum constitucional. Algo por lo que tanto habían luchado. Sin embargo esa puerta ya quedaba muy atrás en su visión temporal. En lugar de aceptarla, se optó por mantener la tensión, ya claramente en un movimiento a lo escorpión. El Govern básicamente dejó que los plazos siguieran y que Rajoy se viera prácticamente obligado a poner en marcha el 155. Para el PdCAT unas elecciones tampoco son solución, ya que seguramente serían barridos de la faz del Parlament, quedando sensiblemente debilitados. La apuesta parece ser la de morir matando, esperando un error del contrario, un milagro de última hora que les devuelva la iniciativa.
La activación del 155 no es inmediata, aún podría convocar elecciones autonómicas. O tirarse al monte de manera definitiva, declarando una independencia unilateral que a buen seguro terminaría desatando un conflicto de elevada intensidad y de alta probabilidad de derramamiento de sangre.
Si opta por lo primero, lo más seguro es que sean otros los que convoquen las elecciones, con el resultado esperado de un Parlament mucho más polarizado entre independentistas y autonomistas con un PdCAT condenado a la indigencia y con Podemos a la baja por su falta de posicionamiento claro en el conflicto. El escorpión habrá muerto comido por las llamas.
Si opta por lo segundo, el desenlace es menos claro, pero en un terreno dominado por los independentistas, el PdCAT no tiene cabida. Esquerra y la CUP están más legitimados y pedirán elecciones constituyentes en las que Puigdemont también perdería. Agravado por la más que segura inculpación penal por parte de la justicia española. El escorpión muere atravesado por su propio aguijón.
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