Un mundo posagrario (un relato de agrificción)
La crisis de recursos asola el planeta. Las grandes urbes concentran la mayor parte de la población y consumen ingentes cantidades de alimentos y energía. En los cinturones industriales de estas, se arraciman las empresas de producción de nutrientes. Las proteínas necesarias para estos centros superpoblados hace tiempo que dejaron de ser de origen ganadero: en las fábricas se elaboran sintéticamente las carnes más finas, productos que recuerdan vagamente en su textura a las de vacas o cerdos. Pero la mayor parte de la gente se debe conformar con las barritas procesadas en los criaderos de insectos.
Los minerales y sales básicas se distribuyen a través del circuito de agua para beber, claramente separado del resto, ya que los tratamientos de descontaminación son demasiado costosos para aplicar a todo el suministro. Incluso los vegetales naturales son escasos y se concentran en unas pocas especies que se cultivan en invernaderos-factorías de los que salen ya listos para el consumo de los más pudientes.
El mundo ha cambiado mucho desde inicios del siglo XXI. Y, sin embargo, en aquellos años hay que buscar el origen de nuestra realidad. Fue entonces cuando las presiones sobre el medio ambiente provocaron de un lado, la aceleración del cambio climático y, de otro, el agotamiento de las fuentes de agua dulce y tierra cultivable; y la definitiva explosión de las ciudades, con el abandono casi total de las zonas rurales más apartadas de los centros económicos y de poder.
Las tecnologías energéticas nos permitieron desligarnos en gran medida de los combustibles fósiles, pero la intensidad en el consumo, lejos de descender, se aceleró, provocando el colapso de las líneas de distribución inteligentes y la aparición de numerosos cuellos de botella que provocaban cortes de suministro aleatorios.
El nuevo modelo alimentario, que casi prescinde de la necesidad de suelo, sigue requiriendo agua y minerales básicos ya que los procesos de base, aunque reproducidos en fábricas, siguen siendo biológicos. Y, sobre todo, consumen enormes cantidades de agua y energía. Este es su gran punto débil. El constante aumento de población hace que la demanda de nutrientes sea cada vez mayor y la sociedad se encuentra sometida a una carrera insomne por producir más energía con la que alimentar la cadena de suministro de alimentos y de agua dulce apta para sustento humano. En este terreno, el segundo principio de la termodinámica nos acerca al precipicio. Hemos llegado al máximo en la ocupación de espacio para la transformación de energía solar. Nuestra tecnología ya no es capaz de arrancar más que minúsculas mejoras de rendimiento en las placas. Pero seguimos demandando energía para nuestro transporte, para nuestros hogares, para nuestras fábricas de asimilables…
Desde el hastío y con la intención de vencer este estrangulamiento energético, desde hace unos años se están organizando las denominadas comunidades de autoabastecimiento. Son grupos de idealistas, la mayoría jóvenes muy preparados, que han decidido abandonar las ciudades y dedicarse a producir su propio sustento con técnicas propias del siglo XVIII. Ellos los llaman sistemas agroganaderos sostenibles. Estos grupos fuertemente ideologizados se ven sometidos a los vaivenes climáticos, a las dificultades para filtrar la suficiente cantidad de agua y a los ataques de la fauna salvaje sobre sus ganaderías. El coste en términos de calidad de vida parece enorme, ya que a duras penas logran una dieta equilibrada como la de las ciudades y su agua no está enriquecida, por lo que todos los nutrientes y minerales los deben adquirir por la vía de la alimentación. Lo único positivo es que su consumo de energía se ve muy reducido y son capaces de generar por sus medios la cantidad necesaria. Eso sí, a costa de eliminar de sus hogares las conexiones a la Meganet y de someter a sus hijos a un sistema educativo sin apoyo electrónico.
El tiempo dirá si este modelo de vida que algunos filósofos y antropólogos denominan verdadero termina siendo adoptado por una mayoría. De momento, las estimaciones que se han hecho sobre la capacidad de sustento de estos sistemas indican un límite superior para alimentar a algo más de 8.000 millones, por lo que la mitad de la población mundial estaría abocada a la inanición.
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