Internet of Food: luces y sombras
Internet y las tecnologías asociadas han supuesto
posiblemente la mayor revolución de la historia después de la invención de la
agricultura y la máquina de vapor. Su poder transformador, como en los dos
casos anteriores, está abarcando todos los ámbitos de la actividad humana,
desde el meramente económico hasta el cultural, influyendo en las relaciones
sociales y en las fórmulas de interacción entre las empresas o instituciones y
los propios sujetos. Las normas legales, las fronteras de los Estados, las
consideraciones de lo que está bien o mal se han visto trascendidas por la Red
y los avances que empresas y usuarios han realizado gracias a o a través de
ella.
Conceptos como la generación distribuida, la inteligencia
artificial o el consumo de servicios por suscripción son hoy parte de nuestro
día a día, y nos hemos acostumbrado a ver la televisión bajo demanda o a tener
nuestros archivos en la nube. Las excusas han sido variadas: eficiencia,
comodidad, seguridad, etc. Pero el resultado es que cada día más y más aspectos
de nuestra cotidianidad tienen que ver con Internet.
Entre los avances de esta tercera gran revolución humana, hace
unos años comenzamos a escuchar hablar del Internet de las cosas (Internet of Things o IoT), que nos
prometía que cada vez más elementos físicos de nuestros hogares, o de nuestros
complementos (relojes, pulseras, zapatos, etc.) –o de nuestras industrias–
estarían conectados a Internet y nos permitirían interactuar con ellos a
distancia y realizar de forma automatizada labores como la compra de la semana
o la programación de los electrodomésticos del hogar para que estos hicieran su
trabajo sin necesidad de nuestra presencia física.
Hoy he pasado gran parte del día en un evento relacionado
con el Internet de los alimentos (Internet
of Food, o IoF), en el que se han descrito casos de uso real de estas
tecnologías en la agricultura. La conclusión inmediata es que la posibilidad de
mejora de los rendimientos físicos es muy elevada, ya que muchas de las
decisiones clave en el proceso de producción que hoy se toman con un déficit de
información crítica, pasarán a poderse tomar con toda la información relevante
sobre la mesa, o incluso de forma automática (el momento de riego y la cantidad
de agua, abonado, detección temprana de enfermedades de plantas o animales, etc.).
Pero aguas abajo de la cadena de distribución alimentaria
los beneficios pueden ser también muy importantes. Nos encontramos ante la
posibilidad de que los consumidores puedan conocer de forma detallada el
proceso que han seguido sus alimentos desde el mismo momento en que fueron
sembrados o dados a luz en las granjas (una trazabilidad absoluta), permitiendo,
por ejemplo, certificar que un determinado alimento tiene su origen en la
agricultura ecológica o que la leche de tu desayuno ha sido ordeñada hace un
par de días en una vaquería del Principado de Asturias…
Obviamente, esto último requeriría un flujo de información a
lo largo de toda la cadena absolutamente transparente, por lo que el modelo de
competencia de cadenas se vería favorecido sobre el modelo de competidores
oportunistas que aún hoy es mayoritario.
Otras cuestiones, como la calidad de los alimentos podrían
verse potenciadas por este IoF, o la propia seguridad alimentaria (en su
perspectiva de salud humana), o el menor derroche de alimentos por un mejor
ajuste entre la demanda y la oferta.
Sin embargo, esta jornada también me ha llevado a
reflexionar sobre algunas cuestiones menos evidentes o menos aireadas por los
profetas del IoF. La primera es una cuestión meramente económica: la mejora de
la productividad física no siempre viene acompañada de una mejora de la
rentabilidad, la clave es el coste en el que hay que incurrir para obtener esa
mejora. En la medida que las inversiones a realizar para el desarrollo de una
agricultura “conectada” e “inteligente” sean mayores, posiblemente las escalas
de aplicabilidad aumenten, favoreciendo el crecimiento de la dimensión media de
las explotaciones agrarias y reduciendo de paso las necesidades de mano de obra
en el ámbito rural.
Otras cuestiones menos claras tienen que ver con los datos.
Muchas de las aplicaciones que se están desarrollando precisan de la
integración de muchos datos provenientes de diferentes fuentes o, concretamente,
de diferentes agricultores: ¿hasta qué punto es lícito que las empresas usen
los datos originados por los agricultores para obtener un beneficio sin
transferirles a ellos un precio por el uso de dicha información? Es obvio que
sin el desarrollo del análisis y las aplicaciones no habría servicio, pero sin
datos tampoco. Por otro lado, si el uso de esos datos integrados con los de
muchos agricultores produce un bien común para el conjunto de los agricultores
o para el conjunto de la sociedad, la cuestión podría estar un poco más clara.
En cualquier caso, intuyo que en los próximos años los tribunales tendrán que
pronunciarse por cuestiones como esta muy a menudo, y los legisladores tendrán
que ponerse manos a la obra para aclarar el asunto.
Por otra parte, la conexión y transferencia de información
puede convertirse en un atractivo punto de ataque, bien como una práctica poco
ética por parte de cadenas competidoras, bien por hackers con intenciones más dañinas. ¿Sería posible un ataque
terrorista sobre la información de una cadena de suministro provocando un
pánico entre los consumidores, o un ataque combinado introduciendo enfermedades
en las granjas animales, ocultando su incidencia a través de la manipulación a
distancia de los resultados de los sensores encargados del diagnóstico
temprano?
Finalmente, al menos por el momento, me surge otra duda que
proviene de algunas informaciones recientes leídas sobre el consumo energético
desmesurado del sistema que sustenta el funcionamiento del bitcoin. Y es que la
mayor parte de estas innovaciones conllevan el aumento del consumo de energía,
bien de manera directa, bien a través de los procesos de computación,
almacenamiento y disponibilidad de la información que precisan. Unos consumos
que pueden llegar a ser también distribuidos y que dificultarían la
identificación del problema (si es que lo es) hasta un momento en el que ya
fuera complicado el replanteamiento del sistema.
Estas dudas quedarán despejadas con toda seguridad en los
próximos años, pero es necesario que comencemos a reflexionar sobre ellas desde
ahora mismo, puesto que estamos hablando de un futuro que, como quedó puesto de
manifiesto en el encuentro IoF2020 de Almería, no estamos hablando de un futuro
lejano, sino de horizontes de un par de años o incluso del mismo presente.
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