La PAC y su doble problema de legitimidad
El pasado viernes estuve en el Foro organizado por Cajamar, la Cátedra Cajamar de Economía y Política Agraria de la UPM, la escuela de Agrónomos de la misma universidad, la Asociación Española de Economía Agraria y el Ceigram sobre el futuro de la PAC tras el horizonte 2020. El foro estuvo dividido en dos sesiones claramente definidas, la primera dedicada a cuestiones generales tales como el presupuesto, los objetivos, la medición de los mismos y el papel de los Estados miembros en la nueva Política. En esta parte contamos con visiones muy dispares, y muy interesantes: desde el voluntariado simplificador y objetivante de Haniotis hasta la crítica realista de Matthews y Trouvé; pasando por la visión de nuestro MAPAMA (Fernando Miranda). Digamos, que fue una parte más centrada en las bases de la propia PAC y la importancia de mantener el primer pilar.
La segunda parte se centraba en cuestiones particulares: la sostenibilidad, el desarrollo rural (cada vez más, lucha contra la despoblación), la gestión de riesgos y los efectos sobre la cadena alimentaria a manos de Bardají, Jordana (Inés), Molina y García Azcárate.
Si alguien está interesado en sus intervenciones, durante el desarrollo del Foro fui creando un hilo de Twitter en el que intenté reseñar lo más relevante de cada una (aquí).
Respecto a la cuestión presupuestaria, todo el mundo parece estar de acuerdo en que en un entorno dominado por el Brexit y la emergencia de nuevas prioridades en Europa, la PAC va a sufrir un bocado que será más o menos importante en función de las negociaciones que se están llevando a cabo desde hace ya más de un año.
Sobre esta cuestión es sobre la que me quiero detener hoy, y para ello sugiero que echemos la vista atrás. En el origen, el aquel entonces Mercado Común apenas era un paso más allá de una unión aduanera (el BENELUX estaba ya en funcionamiento, pero su mercado conjunto era aún demasiado pequeño) y, por lo tanto, sus fines eran meramente mercantiles (aunque crearon un Tribunal Europeo, primera cesión de soberanía en cuestiones fundamentales). Desde ese punto de vista, la legitimidad de la institución no era tan necesaria, ya que no se trataba de derechos, sino de mercados. En las primeras cumbres preparatorias, Francia, que tenía una política agraria muy intervencionista presionó para la creación de una PAC que sustituyera su esfuerzo particular y que fuera financiada por la nueva organización. Así, la PAC se convirtió en la primera política realmente conjunta de los socios, pasando a absorber un elevado porcentaje del presupuesto.
La segunda parte del siglo XX en Europa trajo consigo la transformación en sociedades posindustriales y posagrarias, la urbanización acelerada de los Estados y un desarrollo económico sin precedentes (el mayor dividendo de la paz, a pesar incluso de la guerra fría). Paralelamente, el Mercado Común fue creciendo, con la adhesión de una Gran Bretaña despojada de imperio, los Estados bálticos, los mediterráneos y, tras la caída del Muro de Berlín, la de los antiguos satélites de la Unión Soviética. La CEE se transformó en la UE y llegó a los 28 países que de momento la integran. En el camino, las funciones asumidas por la Unión han ido creciendo, y se han creado nuevas instancias dentro de la organización para asumirlas. Sin duda, el cambio más relevante ha sido la creación del euro y el consiguiente abandono de una política monetaria propia por parte de los Estados de la Eurozona.
Mientras todo fue bien, apenas hubo problemas. Sin embargo, el estallido de la crisis financiera internacional y el desconcierto creciente de las sociedades ante el avance de la globalización, comenzaron a poner en riesgo las costuras internas de los propios países y, por añadidura, los de la Unión, que pasó a convertirse en sospechosa habitual de todos los males de los Estados que la integraban. Sobre sus culpas verdaderas cayó una gruesa capa de culpas irreales, azuzadas a un tiempo por gobiernos superados por los acontecimientos y por movimientos populistas que necesitaban un culpable externo sobre el que centrar sus ataques y sus promesas de libertad o bienestar futuros. La Unión, de pronto, se percató de que debía ganarse la legitimidad frente a los ciudadanos, no frente a los Gobiernos ni a los Estados. De ahí los esfuerzos en comunicación centrados en señalar todo lo bueno que nuestras sociedades le deben a la UE. Europa debe dejar de ser ese ente burocratizado y alejado de la realidad que muchos ven, para convertirse en una herramienta más de creación y defensa de los derechos de los ciudadanos, que responda a criterios democráticos y éticos afines con las sociedades a las que sirve.
Este problema de legitimidad se superpone al que desde hace años ya arrastraba la PAC. Desde el punto de vista de los contribuyente, existe una enorme desproporción entre su importancia en el presupuesto comunitario y su escaso peso relativo en el PIB y el empleo de los países europeos. El paso del tiempo fue agravando la sensación de desproporción y el acelerado proceso de urbanización no solo desagrarizaba la economía, sino también las mentalidades de los ciudadanos.
No es de extrañar que ahora la PAC esté buscando una diversidad de objetivos más acorde con el ideario y las preocupaciones del conjunto de la sociedad: la sostenibilidad, la lucha contra el cambio climático o el desarrollo de las zonas rurales. Este es un proceso que va a continuar. Por eso me parece muy acertada la visión de Tomás García Azcárate cuando señala la conveniencia de dejar atrás el adjetivo ‘agrícola’ y pasar a usar ‘alimentaria’ que tiene un ámbito más amplio y, sobre todo, más cercano a los consumidores-contribuyentes.
En cualquier caso, son muchas las señales acumuladas; nos dirigimos hacia una PAC más alejada del objetivo central de conservar la renta de los agricultores, con un papel del mercado más relevante y con menos recursos, cuya justificación a la vez tenderá a ser mucho más compleja, por esa doble necesidad de legitimidad. Quien no quiera verlo está condenado a la frustración.
La segunda parte se centraba en cuestiones particulares: la sostenibilidad, el desarrollo rural (cada vez más, lucha contra la despoblación), la gestión de riesgos y los efectos sobre la cadena alimentaria a manos de Bardají, Jordana (Inés), Molina y García Azcárate.
Si alguien está interesado en sus intervenciones, durante el desarrollo del Foro fui creando un hilo de Twitter en el que intenté reseñar lo más relevante de cada una (aquí).
Esta mañana estamos en Madrid con la #PAC2020 pic.twitter.com/qOZzsv1t7E— David Uclés (@Sayonada) 18 de mayo de 2018
Sobre esta cuestión es sobre la que me quiero detener hoy, y para ello sugiero que echemos la vista atrás. En el origen, el aquel entonces Mercado Común apenas era un paso más allá de una unión aduanera (el BENELUX estaba ya en funcionamiento, pero su mercado conjunto era aún demasiado pequeño) y, por lo tanto, sus fines eran meramente mercantiles (aunque crearon un Tribunal Europeo, primera cesión de soberanía en cuestiones fundamentales). Desde ese punto de vista, la legitimidad de la institución no era tan necesaria, ya que no se trataba de derechos, sino de mercados. En las primeras cumbres preparatorias, Francia, que tenía una política agraria muy intervencionista presionó para la creación de una PAC que sustituyera su esfuerzo particular y que fuera financiada por la nueva organización. Así, la PAC se convirtió en la primera política realmente conjunta de los socios, pasando a absorber un elevado porcentaje del presupuesto.
La segunda parte del siglo XX en Europa trajo consigo la transformación en sociedades posindustriales y posagrarias, la urbanización acelerada de los Estados y un desarrollo económico sin precedentes (el mayor dividendo de la paz, a pesar incluso de la guerra fría). Paralelamente, el Mercado Común fue creciendo, con la adhesión de una Gran Bretaña despojada de imperio, los Estados bálticos, los mediterráneos y, tras la caída del Muro de Berlín, la de los antiguos satélites de la Unión Soviética. La CEE se transformó en la UE y llegó a los 28 países que de momento la integran. En el camino, las funciones asumidas por la Unión han ido creciendo, y se han creado nuevas instancias dentro de la organización para asumirlas. Sin duda, el cambio más relevante ha sido la creación del euro y el consiguiente abandono de una política monetaria propia por parte de los Estados de la Eurozona.
Mientras todo fue bien, apenas hubo problemas. Sin embargo, el estallido de la crisis financiera internacional y el desconcierto creciente de las sociedades ante el avance de la globalización, comenzaron a poner en riesgo las costuras internas de los propios países y, por añadidura, los de la Unión, que pasó a convertirse en sospechosa habitual de todos los males de los Estados que la integraban. Sobre sus culpas verdaderas cayó una gruesa capa de culpas irreales, azuzadas a un tiempo por gobiernos superados por los acontecimientos y por movimientos populistas que necesitaban un culpable externo sobre el que centrar sus ataques y sus promesas de libertad o bienestar futuros. La Unión, de pronto, se percató de que debía ganarse la legitimidad frente a los ciudadanos, no frente a los Gobiernos ni a los Estados. De ahí los esfuerzos en comunicación centrados en señalar todo lo bueno que nuestras sociedades le deben a la UE. Europa debe dejar de ser ese ente burocratizado y alejado de la realidad que muchos ven, para convertirse en una herramienta más de creación y defensa de los derechos de los ciudadanos, que responda a criterios democráticos y éticos afines con las sociedades a las que sirve.
Este problema de legitimidad se superpone al que desde hace años ya arrastraba la PAC. Desde el punto de vista de los contribuyente, existe una enorme desproporción entre su importancia en el presupuesto comunitario y su escaso peso relativo en el PIB y el empleo de los países europeos. El paso del tiempo fue agravando la sensación de desproporción y el acelerado proceso de urbanización no solo desagrarizaba la economía, sino también las mentalidades de los ciudadanos.
No es de extrañar que ahora la PAC esté buscando una diversidad de objetivos más acorde con el ideario y las preocupaciones del conjunto de la sociedad: la sostenibilidad, la lucha contra el cambio climático o el desarrollo de las zonas rurales. Este es un proceso que va a continuar. Por eso me parece muy acertada la visión de Tomás García Azcárate cuando señala la conveniencia de dejar atrás el adjetivo ‘agrícola’ y pasar a usar ‘alimentaria’ que tiene un ámbito más amplio y, sobre todo, más cercano a los consumidores-contribuyentes.
En cualquier caso, son muchas las señales acumuladas; nos dirigimos hacia una PAC más alejada del objetivo central de conservar la renta de los agricultores, con un papel del mercado más relevante y con menos recursos, cuya justificación a la vez tenderá a ser mucho más compleja, por esa doble necesidad de legitimidad. Quien no quiera verlo está condenado a la frustración.
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